jueves, 6 de agosto de 2015

Cuento de practicas del lenguaje

Pájaros.
Camila Basso si chicos esto lo escribí todo yo.
 Con la niebla abandonando por fin la noche, llegamos torpemente hasta el punto de encuentro: un joven roble de largas ramas, llamativo entre la mediocridad del bosque. Sin embargo, ningún otro pájaro se veía por allí. Todo se hallaba estático, ni las hojas, ni las nubes de tormenta, ni las criaturas nocturnas se movían en el claro; pero detrás de esos árboles, la noche se agitaba como un avispero y las sombras silenciosas anunciaban lo peor.
 Poco a poco, el miedo en nuestras patas se fue desvaneciendo y evaporándose en la atmósfera, dejando un tibio calor envolvente entre nuestras alas. Habíamos aceptado pasivamente esa situación, sabiendo que el destino ya se había forjado de esa manera. Luego, en estruendoso silencio, llego lo inminente:
 Con un suave ruido, que lentamente se escuchó entre los arboles acompañado por dos tenues luces, apareció el transporte de quien seria nuestro verdugo. Unos desagradables ruidos metálicos se escucharon en secuencia: palanca de cambio, embriague, motor, luces, traba, puerta. Y con una agitación del vehículo, bajó el humano: criaturas carnosas, sin pelaje mayoritariamente, y con nada digno de llamar pico en sus rostros. Sin  embargo, enormemente amenazantes.
 A paso lento, como si quisiera castigar al suelo con su andar, el humano se aproximó y llego junto a nosotros. "Faltan." exclamó, como si tuviera que decirlo en voz alta para procesarlo. Todos los presentes permanecimos mudos, aunque yo, mas que no querer hablar, sentía que no podía hacerlo, como si el aura del lugar o el olor del hombre me hubieran arrebatado la voz. En el inacabable silencio, el hombre examino a cada uno de los presentes, evaluando nuestro fusilamiento.
  Su acción, a pesar de lenta, nos tomó por sorpresa. No muy rápido, la mano del hombre logró llegar hasta la rama, estrujó el cuerpo del pájaro mas joven y sano, y procedió a regresar a la lata que tenia por auto. Los seis que quedábamos estábamos tan inmóviles como si fuéramos parte de la trampa. Al pobre condenado lo encerraron en una jaula gigante donde todos podían verlo, pero él no emitía ningún sonido.

 Conocíamos la ignorancia del hombre, y que ganaría poco con la decisión que había tomado, por eso nuestro callar fue la mejor distracción para que la bestia no pensara dos veces su destino.

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